Columna de Mauricio Lima: «Un territorio para 8 mil millones»

El pasado martes 15 de noviembre, la población mundial alcanzó los 8 mil millones de personas. Lo emblemática de esta cifra ha reavivado la discusión sobre los impactos que tal cantidad de humanos ejercen sobre los ecosistemas del planeta y sobre el resto de los organismos que conviven con nosotros. Todo, en medio de un proceso de crisis climática que avanza casi tan rápido como nuestra capacidad para consumir los limitados recursos de la Tierra. A continuación, replicamos una columna aparecida en El Mostrador del investigador CAPES y académico de la Universidad Católica, Dr. Mauricio Lima, quien nos alerta sobre el presente, y el futuro, de una humanidad que sigue creciendo a un ritmo insostenible.

Crecimiento, progreso y desarrollo son palabras que se repiten en el discurso público de los últimos 60 años, como si fueran el destino inevitable de nuestra civilización. De la misma manera, el incremento de la población humana, la economía y la capacidad extractiva de los recursos materiales del planeta, son los pilares bajo los cuales se ha construido la sociedad contemporánea, y, al mismo tiempo, son estos “avances” los que ponen en peligro la vida en la Tierra. Desde el pasado 15 de noviembre de 2022, somos 8 mil millones de Homo sapiens viviendo en el mundo, todos reclamando el derecho a una vida digna. Demoramos más de doscientos mil años en alcanzar un tamaño poblacional de mil millones de personas, y en apenas dos siglos, nos hemos multiplicado por ocho. El circuito de retroalimentación positivo entre el numero de habitantes del planeta y el nicho socio-cultural construido —nuestra civilización— ha estado aprovechando la energía solar acumulada por las plantas hace millones de años y enterrada en la corteza terrestre como combustibles fósiles.

Es esa inyección inesperada de energía que recibimos desde criaturas que vivieron hace mucho tiempo, lo que nos ha permitido vivir este “extravagante período de prosperidad”, como le llamara el premio Nobel de Química, Frederick Soddy, hace un siglo. Emborrachados de ingresos, con esa sensación de riqueza que nos desconecta de la terrenalidad y de la fuente real de nuestra existencia, cada vez se hace más difícil encontrar un lugar digno para vivir y morir con otros seres vivos, humanos y no humanos.

Se argumenta, y con razón, que hay que preparar a las futuras generaciones para poder encarar la barbarie que se avecina, y de la que nadie parece darse cuenta. Pero lo terrible, es que nuestros hijos y nietos no se estarán enfrentando a una crisis venidera, a una amenaza que los aceche desde el futuro. Por el contrario, las próximas generaciones deberán lidiar con eventos que están detrás de ellos, en el pasado; a las consecuencias de cambios y revoluciones que ya han ocurrido.

En las últimas 7 décadas, denominadas por algunos académicos como “la Gran Aceleración”,hemos sido testigos de nuestra incesante expansión. Nos hemos comenzado a dar cuenta que la civilización que hemos construido “no entra” en el planeta, y el rendimiento de la energía y los materiales que extraemos son cada vez menores. Vivimos, de un tiempo a esta parte, en una Tierra sobregirada. En paralelo, la naturaleza reacciona, recordándonos lo indefensos que estamos frente a las respuestas de las otras entidades que la componen: el clima, los suelos, los ciclos del carbono, del agua, del nitrógeno, los bosques, la pérdida de especies claves, la acumulación de contaminantes, en resumen, un planeta dañado que reacciona a nuestras acciones.

A pesar de toda la sabiduría acumulada, por primera vez en la historia, una civilización debe hacer frente a las múltiples reacciones que supone albergar 8 mil millones de individuos en un mismo ecosistema terrestre. De alguna manera, el planeta nos está obligando a retornar a este estado “terrenal” olvidado desde la revolución industrial, y a permanecer atentos a sus propias necesidades y capacidades.

Se argumenta, y con razón, que hay que preparar a las futuras generaciones para poder encarar la barbarie que se avecina, y de la que nadie parece darse cuenta. Pero lo terrible, es que nuestros hijos y nietos no se estarán enfrentando a una crisis venidera, a una amenaza que los aceche desde el futuro. Por el contrario, las próximas generaciones deberán lidiar con eventos que están detrás de ellos, en el pasado; a las consecuencias de cambios y revoluciones que ya han ocurrido. Hemos estado evitando enfrentar lo que nos persigue desde hace décadas. Ciegos y un poco aturdidos por el humo que provoca nuestra frenética quema de energías fósiles, no hemos prestado atención a las alarmas que comenzaron a prenderse hacia mediados de los años 60. Sobrepoblación, crisis energética, desestabilización de las democracias, pérdida de la estabilidad laboral, liberalización corporativa, deforestación, sobrepesca y cambio climático son solo los síntomas de un mismo proceso.

Es irónico darse cuenta que los 8 mil millones de personas que habitamos actualmente este planeta, con toda nuestra tecnología, conocimiento acumulado, infraestructura y bienestar económico, no somos sino la consecuencia de millones de años de vida almacenada bajo nuestros pies. Nos hemos estado alimentando de los fantasmas de criaturas de otro tiempo, y esa energía, que nos propulsa desde el pasado, es la que ha permitido que consumamos el futuro.